Relóticos: cuentos pequeños para gente grande IV

De parte de San Valentín y otros diablillos


Pequeños pecados cotidianos 

Cuando voy en metro necesito leer algo. Es fundamental. No soporto estar allí en medio de todo el mundo sin saber dónde mirar. Salgo de casa, paso por el kiosco, compro una revista, bajo las escaleras, meto el billete, lo recojo, bajo más escaleras y ya en el andén las fotos de la revista me protegen. Siempre comienzo por las fotos. Llega el metro, entro en el primer vagón, me pongo frente a las puertas, pasan las paradas, acabo mi revista. Las puertas se abren, subo por una escalera mecánica, dos. Al regreso es más o menos lo mismo. No hay dudas.

Hoy he salido un poquito tarde por acabar de pintarme las uñas, no encontraba la laca rojo diamante que combina con mis sandalias. He tenido que subirme al último vagón. Repleto, menos mal que el aire acondicionado funcionaba perfectamente, incluso hacía un poco de frío. Abrí mi revista como buenamente pude. 

Estaba concentrada. Sin darme cuenta empecé a notar la presión que la persona de enfrente provocaba sobre su lomo. Era un imperceptible movimiento de ligera, aunque firme, compresión. Mi revista es de formato pequeño y podía sentir los bordes de las páginas que se movían sobre mis pechos. No creo que la persona de delante se diera cuenta cómo... en fin, que los notara.

Disimuladamente mordí mi labio inferior que saltó cuando pasé página. La tensión fue aumentando siempre lenta. Nuestras respiraciones acompañaban el ritmo de las páginas que se abandonaban. Mis labios se entreabrieron, el aire entraba y salía de mi boca con insistencia, apenas sin ruido. Yo no miraba. Tragaba saliva. Me mojaba los labios. Estábamos al final del vagón. Apoyé bien las caderas sobre la pared metálica. No podía moverme más que unos milímetros. Mis nalgas se contraían contra el acero helado, un escalofrío  recorrió todo mi cuerpo.

 Las yemas de mis dedos se sostenían a las esquinas de la revista, sentía mis brazos tensos, los dedos de los pies agarrándose al suelo, los talones subían por sí solos como contrapeso, mis muslos como un puño. Inspiré sin que se notara. El tirante de mi top se deslizaba, se caía casi en silencio en  una caricia premeditada.

Me habría sentido desnuda si no fuera porque la revista estaba pegada a mis pechos.

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