Los cuentos del destino 12


I El Mago

El pajarillo










Cr, Cr, Cr
Del huevecillo asomó primero el pico y luego salió la cabecita mojada. Mamá estaba allí. ¡Qué bien! Se arrulló cerca de su caliente cuerpo. ¡Qué gusto! ¡De allí no se movería nunca!
Empezó a crecer y tenía plumas suaves. Era una delicia sentir el calor del sol y ya no le inquietaba esperar a su mamá cuando ella traía comida.

- Tienes que empezar a volar, le dijo su mamá un día cualquiera.
- ¿Yo? Pero, pero, pero...

Pero de observar a los grandes pájaros le entraron muchísimas, muchísimas ganas, pero nada. Tenía que esforzarse tanto que perdía la concentración y plof.
Plof, plof, plof, plof...
Plim, plam, plim, plam.
¿Eso también eran pájaros? ¿De colores y redondos?

El malabarista ensayaba una de mil veces su número, su nuevo número para la corte. Quedaba un mes aún, tiempo suficiente para detenerse en el bosque a descansar y practicar hasta que los movimientos fueran inconscientes haciendo parecer que las bolas volaban y jugaban entre ellas. Ensayaba sus trucos secretamente , bueno, eso pensaba. Hasta que se dio cuenta de que le observaba un pajarillo. Por sus píos parecía gustarle. ¡Eso era un buen comienzo!
¡Pío, pío! ¡Yo quiero volar así! El malabarista sonreía de satisfacción, sus artilugios volaban mejor que aquel pajarillo.

Los días pasaban, las bolas daban vueltas y más vueltas asombrosas a muchos metros de altura formando cabrioletas inverosímiles. El pajarillo aprovechaba también para practicar cuando estaba solo. Pero no había manera por más que lo deseara con todas sus fuerzas.

- ¡Pío, pío! ¡Cógeme, cógeme para volar!
El malabarista lo entendió en el acto.
- ¡Pío! ¡Qué alegría!
- ¡Uy, qué miedo!
- ¡Píííííííío! ¡Qué divertido! ¡Quiero, quiero, quiero!

El pajarillo reía de gozo en píos descontrolados. El malabarista reía también.
Era muy divertido perseguir las bolas de colores, tanto que el pajarillo no se dio cuenta de que ya volaba más alto que alguna de ellas para luego aterrizar seguro en las manos del malabarista sonriente. No le contó nada a su madre, pensó en darle una sorpresa algún día. De momento aquello era muuuuuy difícil.

A medida que pasaban los días ambos se unieron al punto de sentirse muy orgullosos el uno del otro y de sí mismos. Practicaban juntos cada día concienzuda y descuidadamente. Cada movimiento se repetía una y mil veces. Era contagioso y el pajarillo no se cansaba.
Finalmente malabarista y pajarillo partieron hacia Palacio.

Toda la corte, cada uno de sus miembros, permaneció con la boca y los ojos abiertos sin poder cerrarlos, como platos, ante aquel fabuloso espectáculo nunca antes visto. Imagínate miradas y bocas, brocados y joyas, manos y respiraciones, cada milímetro en expectación rodeados de recias paredes y las más finas tapicerías de un rico reino, velas de llamas suspendidas.
Por más que permanecieron atentísimos no se dieron cuenta del guiño que lanzó el malabarista al pajarillo al final del número.

Los aplausos y los vivas fueron ensordecedores mientras el pájaro se alzaba desde el sombrero del malabarista lanzado por una fuerza inexplicable, dejando que los artilugios llovieran delicadamente en las manos del mago desde lo más alto. El pajarillo parecía danzar entre, sobre, debajo, al lado de cada uno de los instrumentos del mago. Cuando la última bola de color dorado tocó el techo sobre el lomo del pájaro. Éste dio un giro inesperado y continuo a su alrededor, en espirales y volátiles elipsis, se detuvo en el aire un inexistente segundo, sobrevoló y salió por la ventana. Volando, naturalmente, hacia el bosque.

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