Los cuentos del destino 7


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EL LOCO

Juan el labriego


Juan era un buen labriego, como ya lo sabes por el título. Lo había conseguido a fuerza de mucho trabajo y él sabía en su interior que era honesto y dedicado en su hacer. Muchos le consideraban como uno de los mejores. ¡Años y años de observación y estudio! No por nada era el labriego con la biblioteca más extensa, sin lugar a dudas algo peculiar en un campesino, pero es que los cuentos son así.Todo y más se reflejaba en su huerto frondoso que aunque pequeño parecía un exuberante jardín a la vez  meticuloso y ordenado. Por supuesto contaba con algunos admiradores y muchos sutiles detractores. Juan se sentía orgulloso de los años de sacrificios y reconfortado por la recompensa. Agradecía sinceramente por todo aquello diariamente a la vez que  pedía humildemente la divina protección.

Un año, no se sabe de dónde ni cómo, llegó un loco al pueblo. Lo cruzó corriendo en estampida, y al llegar al huerto de Juan, lo destruyó completamente y se fue tan rápido como había venido después de orinarse en cada centímetro de la tierra de nuestro amigo Juan. Las desgracias no llegan solas, suele decirse. Después llegó la extraña plaga que curiosamente no afectó a los demás campos, sólo al de Juan.

Esto le sumió en la desesperación. Estaba ansioso, todo cuanto intentaba eran palos de ciego, ya no sabía qué hacer ni qué iniciativas tomar. Se limitaba a dar vueltas y vueltas. Dejó de contemplar el antes hermoso huerto (ahora completamente devastado). Juan se encerró en su casa deseando que todo aquello no fuera real sino un sueño pasajero, sin dejar de preguntarse por el porqué de todo. ¿Sería quizás porque últimamente se sentía distraído e interesado por otras cosas? ¡Pero él jamás había abandonado su huerto! Lentamente le invadió la más profunda tristeza, como una marea de la que no podía librarse. Poco a poco perdió también sus tierras y su casa.  No sabía qué hacer. Recordó todos y cada uno de los logros con esfuerzo que había perdido a lo largo de su vida y lloró amargamente. Partió y se fue a lo más retirado del bosque. Su condición era tal que le llamaban ahora  Juan, el loco (quizás en recuerdo de aquél que había iniciado su tragedia).

Un gemido. ¿Un gemido? Juan escuchó aquel triste quejido y pensó que era otra vez el pequeño ciervo al que tantas veces había curado y cuidado. ¡Cuál fue su sorpresa al encontrar a un hidalgo joven por aquellos bosques! Inaudito. Sus ropas eran elegantes... (shh... parecía un príncipe, un noble cortesano ¿solitario?) ¿Qué hacía él por allí y en aquella condición? No se preguntó más, simplemente tal como había hecho con el ciervo herido, se acercó despacio y con dulce voz le anunció que lo curaría de sus heridas. Así fue y así hizo. En un par de días el joven se recuperó por completo. ¡Nunca se había sentido mejor! Y sin decir más, se marchó.

La noticia se extendió rápidamente por el pueblo. Como el médico rara vez podía pasar por aquel remoto lugar, la gente empezó a acudir a Juan para aliviar sus dolores. Ya no le temían. Incluso le llamaban  para los partos más difíciles y cuando los animales enfermaban, también.

Como Juan necesitaba cada vez más hierbas para las curas y no le daba tiempo a buscarlas en el monte, comenzó a plantarlas allí mismo, en el bosque, entre los árboles. Sin que lo supiera, su fama creció de pueblo en pueblo. Sus hierbas eran las mejores y sus cuidados, los más esmerados.

Y así fue como Juan empezó a ser conocido como Juan, el buen sanador.

Él entonces buscó y buscó a aquel Loco que seguía vagando de pueblo en pueblo, pero que siempre se le escapaba como una pastilla de jabón mojada. No le encontró, pero le estuvo por siempre agradecido porque finalmente hacía lo que siempre había soñado y antes no se había atrevido a desear.

El Loco vivía ahora en el país de los gnomos (eso decían las hadas chismosas) pero no por mucho tiempo, pronto empezaría a viajar sin rumbo. Pero éste es otro cuento...

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