Relóticos: cuentos pequeños para gente grande VIII

De parte de un San Valentín suntuoso...

Rey

En la corte del joven Rey Luis XIV todo estaba permitido. Las fiestas de palacio comenzaban con grandes hogueras y licores orientales, se sucedían los bailes y las grandes orgías. Dícese que el Rey se complacía en los más diversos y variados lujos de la carne. Se paseaba su alteza entre los gemidos y los cuerpos sudorosos, desnudo, hasta encontrar la vulva más preciada.

Pero un día se aburrió. Su corte de amantes de todas las edades y sexo temieron por su futuro y se confabularon. Hicieron traer una reina africana experta en las artes amatorias y en la brujería. Lo uno o lo otro les beneficiaría.

Al llegar a palacio la precedió su fama de gran vestal negra del placer. No permitió que le Rey la viera durante siete días. Al octavo abrió la puerta de su cámara, pero prohibió que se encendieran las velas. El rey podía oler su perfume de mar  tierra húmeda, pero no la encontró. Antes de que amaneciera fue obligado a retirarse. A  la noche siguiente la rabia real era tal que se negó a verla, pero tuvo extraños sueños y se despertó erecto, excitado y aún más rabioso. Golpeó con todas sus fuerzas las puertas de la habitación de la Reina Negra, llamó a sus guardias, pero nada ni nadie pudo flanquear aquel espacio. En la novena noche notó cómo alguien se acercaba a su lecho y le ataba como si fuera un vulgar prisionero. Era ella, era su perfume único y embriagador hasta la locura. Sintió su cuerpo entre aceites y cómo ella le masajeaba con  sus pechos tersos y su sexo sin más palabras que su constante jadeo. Al mediodía el Rey se despertó maniatado aún a su cama, estaba tan erecto desde hacía tantas horas que gritaba de desesperación y no bastaron sus amantes para satisfacerle.  En la décima noche el rey esperó y suplicó ante su puerta en vano. Pero sin saber cómo se despertó una vez más maniatado y completamente erecto.

En la noche doceava esperó en su cama desnudo y a oscuras. Ella era su reina. Ahora lo sabía. Lo vociferó no paraba de gritar “Mi reina y mi señora” hasta que poco antes del amanecer se cerraron las cortinas, ella besó su sexo duro e hizo que él la lamiera por completo. Una vez más y sin recordar cómo, el rey despertó esclavo en su propio lecho.

En la noche siguiente al entrar en sus aposentos el rey fue desnudado por jóvenes vírgenes de uno y otro sexo mientras ella le contemplaba desde un rincón oscuro como una pantera al acecho. El rey había perdido todo su poder y se entregaba a tales únicos y otros inimaginables placeres.

Una noche su Señora y Reina le tomó entre sus labios, él la penetró donde ella le indicara. Él nunca olvidaría aquel olor único de aquella vez, era tierra húmeda y pantanosa, era noche y viento, era todo cuanto jamás había olido con anterioridad. Ese olor le volvió loco de placer toda la noche. Ella se encargó a partir de entonces de que el rey lo buscara con ahínco y encontrara algunas gotas de aquel perfume único en cada uno de sus múltiples amantes. 

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