Leones en la cocina 2

La torre de los dos molinos era blanca, de un blanco liso y bien pintado que se evidenciaba hoy más que otras veces contra el cielo de plomo, como si el blanco quisiera gritar. Desde allí hasta el mar yacían los leones. Los cadáveres parecían niños gigantes vestidos con el mismo abrigo, una especie de uniforme de un lejano colegio, un abrigo de esos que llevan capucha con pelo sintético marrón y que se mueve

con el viento. Leones feroces abandonados en una playa como niños desdichados. El crimen, el horror era así, simplemente había que aceptarlo. Algunos policías jóvenes vomitaban en el mar; otros no habían alcanzado la orilla a tiempo. El olor era nauseabundo. Después de unos años aprenderían a guardar silencio, como él, guardar silencio para afuera «para adentro no te callas, ¿eh?, Landerito, Landerito».

Si bien el paisaje y el olor, aquel olor a podrido profundo y empalagoso le provocaban un rechazo visceral, no podía evitar que la mirada se le clavara en algún punto incierto en el que chocaba con uno de tantos cadáveres. Miraba hacia abajo y allí estaban los cientos cincuenta cadáveres y la alfombra y el papel enganchado a su pie y Rosa. Todo a la vez. Todo en el mismo día. Nada tenía sentido, era la única conclusión posible. «¿Acaso algo tiene sentido?»

Cuanto le había cambiado la vida en tan poco tiempo. Hoy todo era un sinsentido: Rosa dejaba una escueta nota en un post-it y él se encontraba con los cadáveres de ciento

cincuenta leones «macho, apaga y vamonos...» Esa misma mañana al coger el teléfono para atender una llamada que había sido precisamente ésta en la que requerían su presencia, había empezado algo diferente. «Macho, estás fino: algo diferente, algo diferente…»

La llamada de primera hora  había sido corta y no le dejaba mucho tiempo. Sin embargo le costaba levantarse de la cama como si el peso del día se hubiera adelantado aplastándolo. 

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