Merlinaldo y el niño que no creía

Cuando Eric se despertó la primera vez era muy temprano. Había soñado. Qué raro. Abrió los ojos  con dificultad. Tengo que ser el primero en ir a ducharme, ahora que no hay ruido. (Eric estaba pensando en que los chicos hacían demasiado bullicio por las mañanas, aún se creía en el Orfelinato). Le costaba siempre mucho despertarse. Si pudiera elegir preferiría quedarse en la cama y dormir, sólo dormir. Pero sabía que eso no era correcto, no, no estaba bien, había que levantarse. Tengo que levantarme, tengo que levantarme, tengo que levantarme. Se sentó en la cama. Miró a su alrededor y entonces se acordó. ¡Estaba en aquel lugar!

Estaba seguro de haber visto un hotel así en alguna película. Su habitación era enorme con una enorme cama. Allí podían dormir él, Raúl, Esteban y Julián y aún sobraba sitio Todo era grande. ¿O quizás él se sentía un poco más pequeño? Todo era rojo y dorado, como un árbol de Navidad ricamente adornado. Las paredes no eran blancas sino de un lila tranquilo y cálido a la vez. Había lámparas, muchas, también doradas y de un violeta fuerte. Los muebles estaban llenos de volutas y formas de señoras como en los barcos, como las proas de los barcos. También había un espejo en el que se veía toda la habitación. La madera, porque los muebles eran de madera y el suelo también, como las ventanas y las contraventanas, crujía un poco, como una vieja noble dama rusa que se quejaba de algún que otro achaque (seguramente aquella dama se quejaba por vicio, sólo por sentirse atendida, era una noble dama anciana rusa y mimada).

Eric no sabía con seguridad si alguna vez había estado en un sitio así. Recordó luego que Carolina había dejado abierta una de las dos cortinas “porque lo mejor del mundo es despertarse con la luz del sol”, le había insistido y eso que a él le daba igual. ¿Y en los días de lluvia? Se lo habría preguntado, pero estaba determinado a no hablar (y eso que se le había escapado antes una palabra). No dijo nada.

¿Qué hora sería ahora? Por allí no había ni un reloj. Se levantó y fue a mirar por la ventana. Detrás de las hojas de un gran árbol se veía poca gente. ¿Sería sábado? ¿Qué día era? Ayer había sido su cumpleaños. ¿Sólo ayer? ¡Parecía tan lejos!  No, no era sábado. Si había poca gente por la calle quería decir que era temprano. Bostezó, aún tenía sueño. Pero no, no podía volver a dormirse. Entonces se sentó en la cama a esperar. Esperó, esperó. Esperó sin más. Sentado en el borde de la cama con los pies apenas apoyados sobre el suelo, su espalda un poco encorvada hacia delante, los brazos pegados al cuerpo, las manos firmes sobre la colcha (antes había hecho la cama estaba acostumbrado y no le importaba estar en un hotel todos los niños han de saber hacerse la cama).


continuará...

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