Los cuentos del destino 16


II La Papisa

La princesa dormida




Sucedió casi como en muchos cuentos: la princesa se quedó dormida.

La corte estaba atónita ya que no recordaban la visita de ninguna malvada bruja, ni tenían noticia de ninguna maldición ni de ningún conjuro oscuro. Sucedió en la más absoluta normalidad.

Quizás la princesa se hubiese mostrado más cansada, pero los sabios y médicos aseveraban que gozaba de perfecta salud.

Quizás hubiese acudido menos a los banquetes y festejos, pero se debía a su cansancio, sin lugar a dudas.

Quizás se la hubiese visto menos en los salones y más por los bosques, pero era porque trasnochaba menos, seguramente.

Quizás se hubiese detenido en más de una ocasión frente a su ventana al atardecer, pero se debía a su amor por el bosque, desde luego.

Quizás...

La realidad era que los encajes y magníficos bordados, la lira y los libros de poesía, los regios tocados, los mejores juglares y los príncipes que solían cortejarla habían dejado de interesarle misteriosamente. Sin embargo parecía apacible. Lo cierto, lo único cierto, es que se había quedado completamente dormida y nadie podía explicárselo con total satisfacción.

En la corte se rememoraron todos los cuentos. Se hicieron traer otros de países lejanos esperando encontrar un secreto que la devolviese a sus hábitos. Acudieron bravos guerreros, valientes príncipes, trovadores, monjes, magas sabias y alquimistas. Se trajeron caricias de los rincones más exóticos, poesía y conjuros. Pero nada, la princesa seguía dormida con una cálida sonrisa (a veces inquietante, otras, atractiva, por cierto).

Hasta que un día alguien dio con el secreto. ¡Sí: un misterio!

Aquella respuesta satisfizo a todos. Entonces la corte volvió a su ritmo habitual, a las esperas y las llegadas, a las fiestas, los días de mercado y a los días de caza. Los niños jugaban haciendo ruido otra vez y les divertía especialmente correr y armar barullo a su alrededor. Les gustaba también peinarla y acariciarla, así como escuchar su corazón que latía al ritmo de las campanas de las iglesias.

Así estaban los niños con sus travesuras, jugando, cuando la niña que apoyaba la orejita sobre el pecho de la princesa dormida escuchó algo diferente. ¡Qué divertido! Y todos los demás se agolparon para también poder escuchar aquello.

Cuando lo refirieron nadie les creyó porque, simplemente, los misterios no hablan. Podemos suponer que los niños continuaron con sus juegos y travesuras junto a la princesa.

Exactamente fue eso lo que hicieron ante la indiferencia de los demás que seguían inmersos en su ritmo habitual. Los niños continuaron escuchando. Eran palabras y luego frases y ¡cuentos! Cuentos fantásticos que les hicieron abandonar sus juegos para pasarse horas y horas con aquellos relatos maravillosos. Algunas madres empezaron a preocuparse cuando muchos niños comenzaron a llegar tarde a la mesa, o cuando estaban aún muy dormidos por las mañanas.

Sin embargo así pasaron mil y un días. O mejor dicho: mil y una noches de la princesa que dormía. Y solamente fueron mil y una porque a la mil y dos la princesa despertó rodeada de niños que gritaban de alegría. Acudió toda la corte en algarabía y hubo grandes festejos.

Todo volvió a la normalidad, bueno, es un decir. La princesa se volvió, por lo que se decía, más silenciosa y algo excéntrica o quizás un poco... ¿afín a las paradojas? Mandó construir una mesa redonda para sus aposentos y se rodeó de ciertas rarezas como una rueca, una manzana, una pequeña capa roja con caperuza, un gato al que vistió con botas. ¡También pidió al pastelero real que elaborara una casita de dulces y chocolate (que nadie podía tocar, muy a pesar de los niños). Bajaba periódicamente a las cocinas reales pidiendo habichuelas que colocaba cuidadosamente en una bolsita de terciopelo rojo. Allí no acabó todo, no.  Ella persistía en sus deseos de manera dulce y lenta con un amor y una paciencia a los que resultaba casi imposible resistirse. Ordenó a los jardineros que construyeran un lago frente a su ventana y allí mandó poner un cisne negro... Lo más extraño es que hablaba con aquellos seres y con aquellos objetos así como con los veintidós cuadros que adornaban su ya inmensa estancia.

¡Y además contaba cuentos! (pero sólo a quienes se lo solicitaban desde el corazón). Es bien sabido que las princesas no lo hacen, las princesas no cuentan cuentos, es exclusiva labor de juglares, locos y charlatanes.

Sí: un misterio. Aquella respuesta satisfizo a todos.

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