Los cuentos del destino 21


III La Emperatriz

La Tierra enamoradísima.



La Tierra estaba enamoradísima.

Su luz henchía el cielo iluminando la luna el sol los astros.

Bastaba contemplar por una milésima de segundo cómo crecían los hierbajos plenos. Los gusanos se desternillaban de risa mientras se arrastraban por curvas y pasadizos. Las hormigas danzaban al compás de la alegría de las hierbas y las carcajadas. Las flores, las flores también. Cuchicheaban mimosas al sol mientras las mariposas susurraban entre ellas cantando algo sobre las hormigas.

El viento acariciaba a unos y a otros con brisas que los árboles agitaban y lanzaban al mar imperioso de espumas. A las montañas se les derretían las nieves de tanto gusto salado y otras se abrigaban en ella (ya que cada cual es diferente).

Al mirarlo y al sentirlo aquello parecía un cuadro de Van Gogh donde cada trazo respiraba a pleno pulmón y se agitaba y se estremecía.

La Tierra estaba enamoradísima.

Su corazón repleto de ideas inalcanzables para la mente.

Cada pincelada de cada cuadro del mundo y de la historia se escapa en algarabía de los marcos para mezclarse en las casas, sus fachadas, techos, suelos y paredes. Animales y humanos retozaban y se henchían de sexo y amor en frenesíes incontenibles en casas de colores. Los libros también agitaban sus páginas de izquierda a derecha y de derecha a izquierda formando remolinos cosquillosos en el centro. Las palabras saltaban en traviesos pas de deux y se iban de paseo para volver a contarle a las blancas páginas las maravillas que habían visto en abrazos amorosos. A veces, a veces, los colores, las nieves, la sal y el viento junto con las flores, mariposas, hormigas, gusanos y hierbajos se entrometían entre las frases y los párrafos.

La Tierra estaba enamoradísima.

El mundo tomaba cuerpo y sentidos.

Todos los bebés de todas las criaturas terrestres sentían cosquillas, cosquillitas, cosquillas de hierbajos, de pinceladas, de plumas y de hormigas. Los pájaros no dejaban de dibujar grandes elipsis y figuras únicas. Los peces subían a las superficies de las aguas para besarles cuando planeaban en vuelo rasante hacia todos los rincones, hacia los campos, montañas, desiertos y las ciudades. Los instrumentos y las notas musicales de todas las partituras, orquestras y salas de concierto interpretaban todas las obras de la historia musical. Los semáforos centelleaban al compás.

La Tierra estaba enamoradísima.

El espíritu se encarnaba.

El sol, la luna, las estrellas y los planetas giraban mareados de felicidad a su alrededor. Las nubes, la lluvia, el granizo y el calor; la humedad, la sequía y las tempestades se emborrachaban de besos. Unos y otros, otros y unos en absoluta dicha de estar juntos.

La Tierra estaba enamoradísima. Y el Cielo también.

En aquel exacto segundo en que todo esto y más, mucho, mucho más, más contemplaban como nacías otra vez. 

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