Relóticos: cuentos pequeños para gente grande VI

De parte un San Valentín inclasificado

Amor, un lunes

Abrí  finalmente la puerta de casa. Quince minutos de metro jamás me habían pesado tanto. No podía seguir en aquel trabajo, tenía el alma agotada. Me pesaba el cuerpo y me dolían los pies, hinchados como un par de ballenas en  elegantes jarrones de flores. Subí las escaleras hacia casa, escalón a escalón, grito ahogado tras grito ahogado. Abrí, cerré la puerta al fin. Se me derrumbaban las lágrimas.

Había luz en la cocina. Él estaba allí. Ese sentimiento tan inefable que sólo se puede nombrar con una palabra: amor. Mi amor estaba preparando la cena para dos. Apagó el fuego y me besó con sabor a cebolla. Ácidas y picantes sus manos. Siguió el curso de mis lágrimas con la yema de los dedos. Del párpado al ala de la nariz, hacia arriba, hacia abajo hasta  la comisura de mis labios húmedos. Siguió por el mentón, su dedo de sal detrás de mi río de lágrimas perdidas por mi cuello hasta mi pezón. Tomó mi cabeza entre sus manos. Su boca y mi boca se enredaban en olas de mar salado, ajo, tomate y cilantro.

Se acercó al lóbulo de mi oreja y apoyó sus labios al borde de mi nuca: - mi amor, mi amor.

Mientras caía mi jersey, desabrochaba mi pena y deslizaba mi blusa. Se derribaba mi temor, desobedecía la tristeza. Se desgranaba mi collar entre el sujetador y se desplomaba mi desdicha. Despacio. Desmenuzaba mi falda, se  desordenaban las medias y despistadas alzaban el vuelo. Desvariados despropósitos se desperdigaban. Mis braguitas y mil palomas blancas. Su deseo en mi sexo junto a su mano cálida. Mis zapatos se desprendieron desparejos. Estaba desnuda. Me arropó.

-          Desvísteme.

Dulce designio. A cada centímetro, un beso. El amor nos cabía entero. Su piel iba rozando la mía y nos anudábamos y su cuello en el mío y sus pezones y mis pechos, su ombligo, su sexo acariciando mi cuerpo. Me recorría dibujando flores y pájaros, peces de mil colores libres, salvajes, amándose. Nuestras manos y bocas buscándose, arropándose, lamiéndose y cubriéndose.

Nos tumbamos en el pasillo. El suelo estaba tan frío y desierto, nos abrazamos aún más. Sólo queríamos penetrarnos. Deseaba tanto su sexo dentro de mí, su lengua dentro de mí, sus manos en mí. Él se tomaba su tiempo mientras yo comenzaba a gemir repetidamente: -penétrame, penétrame. 

Nadie ganaba, nadie perdía. Ambos  deseábamos poseernos. Deslicé su mano hasta mi vagina empapada. Sumergía sus dedos y rodeaba mi clítoris haciendo una delicada presión que me llenaba de escalofríos. Tomé su mano de la muñeca y la fui introduciendo dentro mío mientras notaba su pene completamente erecto rozando mi muslo. Comencé a cerrar las piernas y a introducir mi lengua en su boca. Me movía al ritmo de mi respiración inmensa. Nos acunábamos el uno entre el otro. Él, luego,  estiró mis manos hacia atrás, las sostuvo con las suyas. Nos detuvimos a mirarnos un segundo eterno mientras él introducía su miembro y yo enmudecía.

 

 

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