Versiones: tropezar 2, tercera parte

Olvido seguía sus días indiferente a cuanto sucedía a su alrededor. Su tía, Sor Inés, había fallecido y había dejado más sorpresas que consistían en una caja donde había fotos, fotos de ella y de su madre que había ido a visitarla cuando era pequeña. No la recordaba  a pesar de todos los esfuerzos constantes y aplicados desde la mañana hasta la noche . También había  un cofre de marfil que contenía joyas, las suficientes como para que Olvido pudiera tomarse unas vacaciones, y las escrituras de una casa a su nombre, lo suficiente como para que pudiera dejar de morirse de hambre a partir del día quince de cada mes, ¿lo sabría Sor Inés y nunca le había dicho nada? Entre los recuerdos que intentaba rescatar y las preguntas sin respuesta que se hacía, hacía casi unos quince días que Olvido vivía dentro de aquella caja, era ése su mundo y no otro hasta que se dio cuenta de que tenía hambre, de que no había probado bocado en varios días, no sabía cuántos en realidad pues de ésta, la realidad, se le escapaba todo y ella no hacía nada por ir en su busca o por perseguirla, pero eso fue hasta que le empezó a doler el estómago de hambre y eso que estaba acostumbrada a los pesares. Salió a comprar algo, quizás sería buena idea comer en algún restaurante, le daba un poco de vergüenza, pero al fin y al cabo… Olvido caminaba sin ton ni son y le parecía que lo veía todo por primera vez, a lo mejor era así como los bebés veían el mundo. Se sonreía Olvido porque todo le hacía gracia, le parecía dulce y tierno sin más razón, sin ton ni son.

A Don Humberto desde esa mañana las cosas no le iban bien, aquel peón taxista le había llamado para decirle que no podía presentarse porque su hija estaba en el hospital, así que se había enfadado y no quería ningún otro taxi, ningún taxi, como si ellos tuvieran la culpa, sí, ellos y el cielo gris y toda aquella gente, bueno, menos la muchacha del hotel que le indicó cómo llegar a la estación de trenes en autobús e incluso le acompañó hasta la parada y le pidió al conductor que le avisara cuando tenía que bajarse porque luego tenía que tomar otro, pero a pesar de eso las cosas no iban bien en su último día, gracias a Dios, en aquel lugar.  Le  quedaba poco tiempo para disfrutar de su tierra y no había nada más triste en el mundo, ninguna mayor desgracia que la de morir lejos de la tierra, ningún árbol muere así. Tenía que llegar a la estación antes de las cuatro, le sobraba tiempo, aún no serían las siete porque había desayunado de prisa, con la urgencia de volver que le pisaba los talones, la de volver a tiempo. Nada sabía él que a aquella hora los autobuses se llenaban de tal manera que volvería a pensar en toda aquella gente como hormigas de un ejército que partía a la guerra, pero esa no era su guerra, ya no le importaba nada de toda esa gente, ni de esa guerra,  lo único que quería era volver, regresar a casa para morir en su cama viendo su cielo y oliendo su tierra. Al conductor se le había olvidado aquel anciano torpe, pero una señora que había estado al caso se le acercó para decirle que tenía que bajarse ya, antes de que las puertas volvieran a cerrarse y el conductor malhumorado pisara el acelerador. Don Humberto empujaba con todas sus fuerzas para escaparse a la estación, el pasillo del autobús estaba a reventar y no había manera de avanzar y menos aún para un hombre mayor y débil, pero la señora gritó al conductor y los demás hicieron lo mismo, como si todas aquellas hormigas estuvieran dispuestas a que él no fuera a aquella guerra.

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