Un cuento largo: Grita I

Cuando voy por la calle parezco uno más. Nadie me mira, bueno, depende... pero básicamente, vaya... Santi dice que no se nota y yo me lo creo. Santi, Santi es mi mejor amigo y es un tío que sabe mucho, sabe... sabe mirar y decir lo que ve. ¿Yo? Yo doy más vueltas y a veces me quedo callado o me lo digo para adentro. Santi una vez me dijo que soy contemplativo, así nos conocimos. Me miró y lo soltó, porque él es así.

- Tú, tío, tú eres contemplativo
- ¿Y eso es bueno o malo?- reaccioné yo
- Depende.
- Vaya pegote que te acabas de dar, vas y me sales con esto de lo de contemplativo como si supieras que significa con la precisión de un relojero, me pones la etiqueta y después te quedas tan pancho porque en el fondo no tienes ni idea. ¿Qué, se te quedó la palabrita en la clase de filo o qué?

Ese día yo estaba enfadado, a punto de explotar y me la tomé con él y lo peor: que fue acabar de ametrallarle con la última palabra y me di cuenta, pero como estaba tan rabioso pensé que le den y no me importó.
- Por eso mismo depende de si me sueltas un rollo como éste o no. Si lo sueltas es malo.
Se levantó y se fue arrastrando las chanclas, a posta, marcando el ritmo lento de su manera de irse segura sin que yo le importara lo más mínimo, mientras yo le daba una patada al suelo. Y esa tarde me quedé allí solo, en nuestra colina mirando los trenes que a lo lejos salían y entraban a la estación, con unas ganas tremendas de irme lo más lejos posible, una sensación de fiebre que me iba creciendo a días y que no había nada que la rebajara.

Eso fue hace tiempo pero me hace cierta gracia recordarlo. En la colina ya no nos reunimos porque construyeron un bloque de pisos, pero la cambiamos por el terrado de Manoli. Lo que nos gusta es mirar desde lo alto, te da así como una perspectiva y un poco el aire, para qué negarlo. Hasta parece que la ciudad está a nuestros pies. Además allí nadie nos molesta, nadie a parte de nosotros sabe que el mismo sofá que nos encontramos hace años ha ido cambiando de salón. Primero fue el garaje del viejo de Pablo. Estábamos bien allí hasta que los padres se separaron. Bueno, allí no teníamos más vista que poster de no sé qué playa, era de su hermano, el que se fue y ya nunca más se ha vuelto a dejar ver. ¿Qué habrá sido del póster? Se lo tengo que preguntar a Pablo. Porque al final el garaje lo ocupó Antonio, el que está con su madre ahora, pero Antonio es un tío legal, no creo que lo haya tirado, ¿no? No, no, no creo.

 Nos quedamos con el garaje porque a la madre le tocó la casa o, mejor dicho, el padre le dejó todo. Lo que nos jorobó fue que la madre de Pablo le dio por eso de ser su amiga y cada dos por tres nos traía algo de beber o de comer y ya, qué quieres que te diga, ya no era lo mismo. Así que un día Pablo y yo pillamos el sofá y con dos cojones nos lo llevamos a cuestas a ratos y sentados otros, eso cuando la calle bajaba y uno empujaba y otro iba como un rajá.

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