I Preguntas

¿Cuántas preguntas nos hacemos desde la mañana a la noche que tienen una respuesta clara? ¿Y cuántas reciben una solución? ¿Podemos darle un espacio a las preguntas sin respuesta? ¿En dicho caso serían válidas?

Empecemos precisamente por éstas últimas. Hay preguntas con respuestas establecidas. Son claras, sencillas, no dan lugar a dudas, quizás... Está nublado, ¿uso el paraguas? Quiero hacer dieta, ¿me tomo una pieza de fruta o un croissant? ¿Tomo el autobús o el metro que me lleva al trabajo o cualquier otro transporte que me lleve a cualquier otro lugar? 

Ahora imaginemos que contestamos a estas simples cuestiones en un día en el que nos sentimos bien. ¿Y si lo hiciéramos a la mañana siguiente de un gran disgusto? ¿Qué variantes se presentarían en un día en el que nos sentimos totalmente destruidos? ¿Las respuestas serían siempre las mismas en cualquiera de los casos? ¿Incluso si nos las confesáramos en voz  muy baja y en secreto?   ¿Le daríamos una patada al paraguas aunque lloviera a mares? ¿Nos olvidaríamos de cogerlo antes de salir de casa? ¿Saldríamos?   

Continuemos para barajar otras posibilidades. Imaginemos que las preguntas son algo más complejas (sea por su expresión que por las respuestas que puedan generar). Entonces nos encontraríamos con cuestionamientos del tipo: “¿A dónde me lleva sufrir tanto?”; “¿Por qué no puedo decir que no?”; “¿Para qué antepongo siempre el deber a mis necesidades más elementales?”; “¿Qué obtengo al anteponer continuamente las necesidades de los demás a las mías?” La lista puede ser interminable. Pueden ser tantas preguntas como hojas hay en un solo árbol. Se trata de preguntas tan humanas y tan antiguas como los bosques.

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