Versiones: tropezar 2, segunda parte

Por poco que le quedara, Humberto Juárez iría solo a la capital a pesar de la oposición de sus hijos y nietos, pero por algo él era el patriarca y no había razón para que nadie se opusiera a sus resoluciones, aunque el médico hubiera hablado con su hijo mayor que siempre había acatado a su padre, como debía ser.  No había más que hablar, asunto zanjado: un hombre  ha de mantener su dignidad hasta en la muerte. Permitió que Juan, el peón, le llevara a la estación del tren en la calesa porque tenía ganas de que le dejaran ver sus tierras despacio y sin preguntas ni comentarios y también porque no hacía falta presumir de coches como zapatos de charol que sólo sirven para los señoritingos presuntuosos y no aquí en el campo, territorio de botas tan fieles como los perros. No pensaba estar mucho tiempo allí, pero se llevó el bolso de viaje casi lleno con cinco camisas, dos pantalones, un traje, quince mudas, dos corbatas, un par de zapatos y la Biblia. 

El viaje fue agradable, los trenes habían cambiado mucho y se estaba realmente bien cómodo en aquel gusano que recorría la tierra a una velocidad inusual haciendo que se sucedieran los cielos y los extensos campos de trigo, de pastoreo, de trigo, de centeno, de pastoreo y de horribles poblados abandonados a la pobreza y a la miseria, que eso era algo que él, Humberto Juárez Mendizábal, jamás había comprendido, eso, que esas gentes se amontonaran en un lugar abandonado de la naturaleza cuando en el campo, de comer nunca faltaba, pero, claro, lo que querían era dinero y trabajar pocas horas, todo eso a cambio de un cielo gris, casas grises y caras grises por doquier desde la mañana. La mañana era un decir porque allí todos es gris y no se distingue si el sol nace o muere en  la noche, aquello era un cielo gris plomizo oscuro sin estrellas y una luna permanentemente tapada por nubes de metal.

Al salir de la estación de trenes ya hacía una hora que Don Humberto echaba de menos su tierra y mientras avanzaba entre el tumulto de hormigas histéricas se maldecía por haber accedido a venir hasta aquí, con la de recuerdos que le habían asaltado por el trayecto y que una vez dentro de aquel hormiguero de mercurio no durarían y se olvidaría de sí mismo mirando el cielo azul y las amapolas silvestres acariciadas por la brisa y las patas de las torpes vacas inocentes.

Antes de que se diera la vuelta lo cazó un taxista educado, acostumbrado a reconocer a los señores del campo pues él mismo era uno de esos a los que Don Humberto tachaba de vagos que huían a la ciudad, le dio la razón  en todo y le contó una triste historia de una hija enferma para ablandarle el corazón a aquel viejo rezongón. Lo llevó a un hotel pequeño y familiar, bastante céntrico, muy limpio y ordenado, eso sí ganándose no sólo la propina sino también el encargo de llevarlo por la ciudad los días que estuviera allí, como su chófer, costara lo que costara porque ya le avisaba que los precios de capital no eran los mismo que los de otras ciudades, pero eso no era un problema ni un inconveniente porque una persona del campo y con cierta experiencia sabe entender al instante quién es un buen trabajador y no lo es y si algo tiene el trabajo es que sirve para eso precisamente: trabajar seria y duramente.

El taxista también se llamaba Juan, como casi todos los peones, y cumplía el horario estricto que Don Humberto le imponía desde las seis de la mañana hasta las nueve de la noche; durante esos días no tomó ni un traguito, bueno, uno sólo que no se notaba porque lo hacía al llegar a casa y abrazar a Juana, contento de tener al fin un poco de suerte porque su compadre se había enfermado y le había dejado el taxi para ver si podía ganarse algo, tal como aconteció para felicidad de la pareja que pronto serían padres y si todo iba bien, no sería la segunda y última semana que aquel señor rico del campo se quedaría en la capital. 

 

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