Los cuentos del destino 33

Finalmente cuando llegó el año del cuento del Emperador, en casa empezaron a enseñarme a escribir y a leer. También tenía que cuidar mis cosas, mis juguetes y mis libros. Se empezó a establecer un cierto orden, nada dramático ni excesivo para una niña de cinco años (aunque no siempre tuviera yo ganas de ordenar mis juguetes). También empecé a ayudar en la cocina. A mí me encantaba cuando hacíamos pasteles porque a cambio de mis servicios podía lamer el fondo de la fuente y la cuchara de palo. Llegó así mismo la hora de poner los cubiertos en la mesa o los platos... Claro, no siempre me parecía divertido.

La palabra “orden” comenzó a vivir en mi pequeño universo. Y sólo cuando la hubiera comprendido me empezarían a revelar algunas recetas secretas. En los años venideros hubo una época en que me dio por seguir los rituales a pies juntillas y cuando mis tías, mi abuela o mi madre realizaban el mínimo cambio, me enfadaba como una mula, me volvía terca, rígida. 

No fue fácil acostumbrarse a la fase “orden”, no. A veces era excesivamente ordenada y otras, completamente caótica. Iba de un extremo a otro sin entender cómo me pasaba aquello y me enfadaba, bastante. Creo que tardé unos años en aceptar las diferentes estructuras de la realidad de manera consciente y creativa a la vez. 

El reino del Emperador, efectivamente, hay que ganárselo. Lo mismo me pasó cuando empecé a vivir sola, lo cual en nuestra familia sucedía al cumplir los 18 años. Pero es un ritmo que se acaba encontrando, antes o después. Puedes pasarte épocas en las que comes cuando te da la gana y otras en las que tus actividades te requerirán un horario. Ése es el orden del Emperador, una sistematización, una ubicación tan natural como los cuatro puntos cardinales, las cuatro estaciones, la cuatro fases de la luna o los cuatro ingredientes de la alquimia que por aquel lejano entonces comencé a conocer: sal, azufre, mercurio y ázoe

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