Los cuentos del destino 27



IV El Emperador

El acertijo













Y un día el reino empezó a crecer como si le hubieran echado levadura. Se hizo grande y rechoncho tal como les había prometido la Reina Blanca antes de dejarles, no sin tristeza igualmente elevada. Algunos aún recordaban que les había auspiciado que el cielo les protegería. Pues así habría sido, se decían algunos, mientras espiaban cómo las estrellas les observaban. El reino parecía henchirse de noche y crecer de día. ¡Como los panes!, reían unos y otros.

Había ciertos detalles que hubieran desconcertado a los visitantes, sin embargo. En los huertos crecían por igual las flores y las legumbres. Las campanas de las iglesias redoblaban con el viento, que era muy caprichoso y así podían entretenerse en un repique prolongado. Si alguien se hubiera puesto a estudiar los terrenos habría descubierto que había más jardines que huertos, más campanas que iglesias, más teatros y tabernas que casas. Los trovadores siempre que podían se detenían más tiempo allí dada la naturaleza alegre, amante de las artes y amable de los habitantes de aquel reino inigualable. En medio de aquella felicidad pronto surgieron algunos problemas, como los hierbajos, por ejemplo.

Estaban todos y todo muy apretujados, a tal punto que cuando alguien se desperezaba podía (y así era) darle un codazo a una rosa que pinchaba a un tercero que no encontraba la manera de dejar de sangrar. Cuando alguien estornudaba en medio de una función del teatro, lo hacía con tal fuerza que agitaba el aire; y el viento se arremolinaba antojadizo haciendo sonar las campanas, claro. Entonces todos reían, actores y público se olvidaban de la función hasta el día siguiente, ya nadie sabía qué hora era y las compañías que esperaban para actuar se agolpaban en la carretera.

Los pintores pintaban por todas partes, a veces hermosos cuadros aguantaban estoicamente debajo de los cascos de los caballos que al mirar al suelo no sabían dónde detenerse (para ellos las figuras y los humanos eran personas de similar índole). Nadie lograba llegar a dónde realmente quería ir sin dar grandes rodeos utilizando diversos medios. Más de una vez sucedieron malentendidos. Sin embargo, aquella gente reía y seguía disfrutando gracias a la mágica estela dejada por la Reina Blanca.

Imagen: carta IV, El Emperador, Tarot Carlos VI, siglo XV 

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